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Las cuentas fiscales de la descentralización en Colombia

30/12/2023 | Edición No. 7 - Febrero 2024

Salomón Kalmanovitz Profesor de la Universidad Nacional de Colombia Profesor emérito de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y exdecano de sus facultades de economía. Ex codirector del Banco de la República, miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas.
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​​​​​​​El sistema político colombiano es excesivamente centralista y no se ha sacudido del todo de la conservadora y confesional Constitución de 1886. Sucesivas reformas políticas han entregado más facultades a los municipios y sobre todo a las grandes ciudades, pero el nivel regional permanece atrofiado. Los departamentos tienen pocos recursos fiscales propios y dependen de las trasferencias del nivel central. Se requieren reformas de fondo que les devuelvan atribuciones y vida a los gobiernos regionales para que puedan impulsar un desarrollo más equilibrado y que beneficie por igual a todos los ciudadanos.​

Colombia fue un estado federal durante la segunda mitad del siglo XIX. Nueve estados soberanos prosperaron y construyeron instituciones políticas, jurídicas y fiscales que desataron iniciativas colectivas e individuales entre sus comunidades, aumentaron sus exportaciones, construyeron caminos y ferrocarriles, y aumentaron la riqueza colectiva. Fue una fase de relativa paz, después de la guerra de 1862, interrumpida por la oposición religiosa a la reforma educativa de 1870 que estalló cruentamente seis años más tarde. En la transición a gobiernos centralistas se respetaron las reglas electorales vigentes. 

El régimen centralista de 1886 se abrogó todas las facultades de recaudo, gasto y decisión política, y destruyó aquella estructura democrática. La principal consecuencia fue el freno al desarrollo de la capacidad administrativa, política y financiera de los territorios, salvo en el centro político, que prosperó más que el resto del país, y las regiones más ricas. Tras tres guerras civiles, incluyendo la muy de los Mil Días, y la separación del Departamento de Panamá, en 1910 a esta estructura ultra centralista se le hicieron reformas que suavizaron las condiciones de las regiones, y dieron lugar a iniciativas de descentralización del gasto y consulta con las élites locales para nombrar gobernadores y alcaldes. 

Un requisito para construir Estado es centralizar la autoridad, pero con el consenso de las elites políticas, económicas y regionales para lograr la capacidad de recaudar tributos, conforme al lema “tributación con representación”. Esa capacidad de recaudo fue muy baja en el siglo XX –de alrededor del 5% del PIB– hasta que se llegó a consensos y acuerdos nacionales como el Frente Nacional, y en especial después de la Constitución de 1991, que elevaron la capacidad de recaudo a cerca del 14% del PIB en 2018. Esta mayor capacidad fue paralela a un mayor control territorial del estado central y a su capacidad para enfrentar la insurgencia de izquierda y de derecha. Aún se está lejos de una capacidad estatal que contribuya al desarrollo nacional y regional, y en este siglo varios gobiernos han pretendido, en cambio, reducir la tributación y, con ello, han debilitado la capacidad estatal. 

Las sucesivas reformas al régimen administrativo flexibilizaron el gasto, concedieron facultades tributarias a los municipios y más recortadas a los departamentos, y culminaron con la elección popular de alcaldes y gobernadores, al tiempo que se desarrollaron sistemas de seguridad social. La descentralización del gasto se reglamentó en la Constitución de 1991, pero desde el año 2000 existe una nueva fase de recentralización que limitado las sumas asignadas a los entes territoriales y resta poder de decisión a las elites políticas regionales. 

Los municipios más grandes han establecido sólidas instituciones de recaudo tributario y administración del catastro local, y en alguna medida los departamentos más ricos, lo que mejora su capacidad para guiar su destino y aumentar la prosperidad de sus ciudadanos. Sin embargo, la mayoría de los municipios del país vive en la pobreza, con décadas de atraso catastral y sin capacidad para actualizarlo y administraciones desprovistas de capacidad técnica. Esto se repite en casi todos los departamentos que viven de los decrecientes impuestos al vicio, condenados a la penuria presupuestal y a la atrofia de sus funciones. El sistema general de participaciones y el reparto de regalías algo mejoran la situación financiera de los territorios más atrasados, pero muy poco. 

¿Cómo lograr un desarrollo político, administrativo y fiscal que devuelva atribuciones e iniciativas a los mandatarios territoriales para que logren la prosperidad y la felicidad de sus habitantes? Esa es la pregunta fundamental de toda iniciativa legislativa que busca fortalecer las finanzas y capacidades administrativas y técnicas de municipios y departamentos. Se requieren, además, niveles intermedios de gobierno en los que cooperen departamentos que comparten fronteras e intereses para ejecutar proyectos de infraestructura y de servicios que logren economías de escala y coberturas mayores.

Se puede comenzar trasladando facultades y personal de los entes centrales a los territoriales para mejorar su capacidad administrativa y técnica. Este personal respondería a los intereses regionales y a los nacionales y se podría utilizar para formar escuela en las entidades que atienden, con la ventaja de que no ocasiona costos fiscales adicionales. 

Se debe aumentar la asignación de recursos del sistema general de participaciones y regalías a los gobiernos territoriales y las asociaciones regionales (RET), para que los recursos de la Nación se distribuyan con más equidad y donde más se necesitan, se logre la cooperación entre departamentos para obras de infraestructura que beneficien a todos. Se deben integrar los recursos del SGP y del SGR. Las regalías deben entrar a los presupuestos municipales y departamentales para ser asignarlos a inversiones prioritarias, sin concursos tortuosos y comités que engavetan los proyectos. Hoy, las entidades territoriales sólo se apropian el 16% del Presupuesto General de la Nación y el sistema general de participaciones representa 27,5% de los ingresos corrientes de la Nación. En el corto plazo, este porcentaje se podría aumentar al 30%, lo que representaría $6 billones, el 0,6% del PIB.

El centro político debe entender que la corrupción no es solo un asunto regional, sino que depende de incentivos y que se presenta con más fuerza en los puntos de mayor concentración de recursos fiscales o sea en el gobierno central; por tanto, se debe examinar en qué sectores de la administración se deben hacer controles y reformas que limiten la corrupción y el despilfarro de recursos. Es notorio que la Presidencia ha construido una costosa burocracia paralela a la de varios ministerios y departamentos administrativos, que duplica sus funciones. Los municipios y departamentos deben dotarse de contralorías independientes que vigilen la aplicación rigurosa de los presupuestos. 

Es necesario que los entes territoriales fortalezcan sus secretarias de hacienda, mantengan catastros actualizados, tengan autoridad para legislar sobre tributos, catastros y gastos, y creen nuevas fuentes de recursos consensuados, a medida que mejoren su iniciativa política y el conocimiento de sus territorios. Por último, es preciso dar un trato preferencial a las regiones más pobres para que recorten su distancia con las más prósperas, trasladándoles mayores recursos, y proporcionándoles capacitación y asistencia técnica para que mejoren su capacidad administrativa y financiera.

Orígenes de los problemas


Introducción​

El relativamente pequeño estado colombiano es uno de los que menos ha crecido en América Latina desde el año 2000. Solo Costa Rica, Chile, Perú y México tienen Estados más pequeños medidos por su participación en la riqueza nacional, inferior al 30% del PIB. El gobierno central sólo gastó el 15% del PIB en el año 2000 y el 18% en 2016. El punto destacable es que el estancamiento o una reducción del tamaño del Estado incide en su capacidad para hacer trasferencias a los gobiernos subnacionales y que muchos rubros del gasto público reciben recursos por inercia política, sin que los necesiten. Así,

la inflexibilidad (presupuestal) compromete la capacidad de los representantes elegidos para ejecutar sus planes de gobierno, pone en peligro la estabilidad macroeconómica al favorecer el exceso de apropiaciones por parte de grupos dispersos, dificulta la posibilidad de hacer ajustes en situaciones fiscales deficitarias, impide la discusión necesaria sobre la prioridad de los diferentes sectores temáticos del gasto público, favorece la duplicidad de erogaciones para un mismo fin, y eleva la complejidad del proceso presupuestal restándole transparencia (Echeverry, Fergusson y Querubín, 2004).


Gasto público del gobierno general, países de América Latina (Porcentaje del PIB)

Aunque el Estado colombiano duplicó su tamaño después de la Constitución de 1991, su estancamiento posterior ha constreñido las trasferencias a los departamentos y municipios del país, sin eliminar la fuga de recursos y las ineficiencias en los distintos niveles del gobierno central. Según Rudolf Hommes, 

el esquema de descentralización propuesto por la Constitución de 1991, si bien otorgaba a las entidades territoriales la responsabilidad de proveer los servicios de educación, salud básica, agua y alcantarillado, policía, obras públicas locales, protección ambiental y recreación, también minó la base del ancien régime. El gobierno central y los políticos no quisieron renunciar a la función de proveer dichos bienes públicos, por cuanto de esa forma los Congresistas influenciaban la asignación de servicios y el gobierno reco​​​​mpensaba o compensaba a los gobiernos locales canalizando más o menos servicios a ellos. Por ello, en vez de una sustitución de funciones que debería tener un efecto ‘insignificante’ en el presupuesto, se fue creando una presión de gasto desmedida porque la mayoría debe ser financiada dos veces: una, con ingresos transferidos por mandato constitucional y otra con transferencias ad hoc a los departamentos y municipios para obtener apoyo político (Hommes, 1998).1 


1 Hommes tiene una visión pesimista del proceso de descentralización: “Se debilitaron los partidos, pero no el clientelismo (el orangután sin sacoleva). Se fortalecieron las élites regionales y se recrudeció el clientelismo local. Se enriquecieron muchos políticos locales. Las administraciones locales se volvieron fácil presa de clientelismo y de fuerzas irregulares (paramilitares, guerrilla y mafia). Los comandantes irregulares establecieron gobiernos locales de facto con mejores servicio y mejor justicia que la del Estado. Se ha perdido control territorial y los grupos irregulares que desafían al estado ganaron acceso a recursos públicos. La sociedad civil no se ha fortalecido, no ha asumido responsabilidades de monitoria y control de los recursos locales. El poder y el control de los partidos y del gobierno central se debilitaron y eso dio lugar a que se construyera una estructura centralizada para tramitar recursos hacia las regiones intermediados por los jefes políticos locales que ha sido el vehículo para la mermelada” (Hommes, comunicación personal).​

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