1 Política exterior con enfoque de género: avances, tensiones y desafíos
El Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026: "Colombia, Potencia Mundial de la Vida”, incorporó por primera vez la formulación e implementación de una política exterior con enfoque de género. La Política Exterior Feminista propuesta por el Ministerio de Relaciones Exteriores, busca integrar un enfoque transformador de género en todas las acciones diplomáticas, multilaterales y bilaterales del país. Su propósito central es garantizar y promover los derechos de las mujeres y de las personas LGBTIQ+, reducir las desigualdades estructurales y eliminar las violencias basadas en género. La política se fundamenta en compromisos internacionales como la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), la Convención de Belém do Pará, la Plataforma de Acción de Beijing y la Resolución 1325 de la Organización de Naciones Unidas (ONU). A partir de estos marcos, Colombia se propone fortalecer la participación, representación y protección de las mujeres en sus diversidades, reconociendo además que las discriminaciones se entrecruzan con factores como raza, clase, etnia, discapacidad, orientación sexual y territorio (Ministerio de Relaciones Exteriores, 2024b).
Para el Consejo Económico y Social de la ONU, la integración de la perspectiva de género es un enfoque que sitúa la igualdad entre mujeres y hombres en el centro de las relaciones internacionales. En otras palabras, un enfoque integrado de género hace de la lucha contra las desigualdades entre hombres y mujeres una prioridad transversal del desarrollo público. Esto implica tener en cuenta el género en todos los aspectos de todos los proyectos o programas. Básicamente, al situar a las mujeres en el centro de nuestras economías, obtendremos resultados más sostenibles en términos de desarrollo y aumentaremos nuestras posibilidades de alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible.
A nivel internacional, desde los años sesenta, encontramos tres conceptos presentes en la formulación de políticas de participación de mujeres en los procesos de desarrollo: el WID (Women in Development), el WAD (Women and Development) y, por último, el GAD (Gender and Development).
El enfoque predominante desde la década de 1990 es el de Género y Desarrollo (GAD). Este enfoque reconoce las diferencias existentes entre mujeres y hombres, articulando las relaciones de producción y reproducción con todos los aspectos de la vida de las mujeres. En este marco, el debate se centra en las relaciones sociales de género y en la validez de los roles asignados históricamente a cada sexo. El enfoque GAD visibiliza la contribución de las mujeres al trabajo productivo realizado tanto dentro como fuera del hogar y cuestiona la dicotomía entre lo público y lo privado, que ha conducido a la subestimación del trabajo que las mujeres realizan en beneficio de la familia, el hogar e incluso de la sociedad en su conjunto (Rathgeber, 1994, p. 90).
Así las cosas, resulta necesario que el Estado se haga cargo de algunos de los servicios sociales que actualmente son responsabilidad de las mujeres en la esfera privada. Desde este punto de vista, las mujeres son consideradas agentes del cambio en lugar de espectadoras pasivas de la ayuda al desarrollo. Por lo tanto, deberán organizarse con el objetivo de aumentar su influencia política. El punto de vista del GAD propone replantearse las instituciones sociales. Por esta razón, no se integra fácilmente en las estrategias y proyectos de desarrollo, ya que exige una transferencia de poder dentro de las agencias internacionales.
Esta transformación pone de manifiesto la oposición entre dos enfoques de la integración de la perspectiva de género en los proyectos de AOD. El enfoque integracionista, que busca satisfacer las diferentes necesidades de mujeres y hombres en función de las relaciones de género establecidas, y el enfoque transformador (propuesto desde la PEF colombiana), cuyo objetivo es transformar las normas y las causas de las desigualdades en el contexto de intervención. Para lograr esta transformación de las estructuras, Rao y Kelleher afirman que los programas deben incluir cambios en cuatro ámbitos: la conciencia individual de las mujeres y los hombres; la condición objetiva de las mujeres, en términos de derechos y recursos; las normas informales, como las ideologías y las prácticas culturales y religiosas; y, por último, las instituciones formales, como las leyes y las políticas vigentes (Rao & Kelleher, 2005, pp. 57-69).
Dentro de este contexto, la PEF propuesta por el Gobierno Nacional, introduce un cambio conceptual clave: colocar el bienestar común y la vida en el centro de la política exterior, por encima de visiones tradicionales centradas exclusivamente en la seguridad o el interés nacional. Por ello, se define como interseccional, pacifista y participativa, incorporando las experiencias de mujeres de distintos territorios y contextos en la construcción de las prioridades y acciones diplomáticas del país. Además, articula pilares como la justicia social, la justicia ambiental, la Paz Total, la educación y la transformación institucional. En conjunto, la política busca que Colombia ejerza una diplomacia que contribuya a un mundo más igualitario, sostenible y en paz, y que consolide el liderazgo regional del país en la agenda de género.
En este sentido, es importante resaltar los avances significativos en la construcción de una PEF, que marca un giro histórico en la manera en que el Estado se relaciona con el sistema internacional. Este proceso se nutre de antecedentes importantes, como la inclusión del enfoque de género en el Acuerdo de Paz en 2016 y la recepción estratégica de normas que incluyen el componente de género impulsadas por países del norte global. Más recientemente, la creación de un grupo interno de trabajo para la PEF, la formulación de un plan de acción con cien medidas y el nombramiento de una embajadora itinerante para asuntos de género, evidencian avances institucionales concretos que demuestran la voluntad del Estado de avanzar en la transformación estructural de su política exterior (Salcedo López, 2025).
Un rasgo fundamental del proceso colombiano ha sido su carácter participativo. La inclusión de más de 40 movimientos de mujeres, organizaciones feministas y actores de la sociedad civil fue decisiva para legitimar y dotar de contenido la PEF. Monroy y Luque Rojas (2023) destacan cómo, desde el proceso de paz, las organizaciones de mujeres ejercieron una diplomacia paralela que obligó al Estado a reconocer sus demandas e incluir el enfoque de género en espacios internacionales, abriendo así un precedente para la actual estrategia feminista. De manera similar, Salcedo López (2025) señala que entre 2022 y 2023 se realizaron diálogos, talleres y consultas territoriales con organizaciones feministas para construir la política, lo que demuestra que la participación no fue un elemento accesorio, sino un eje metodológico central para garantizar la legitimidad y el anclaje social de la PEF.
Otro aporte esencial es la incorporación del enfoque interseccional como principio rector. La interseccionalidad propone vincular el concepto de género con otras variables sociológicas, como la edad, el origen geográfico, la etnia, la orientación sexual o las clases sociales. Busca reflejar la realidad social en todas sus dimensiones y realizar un análisis transversal de los factores que, por así decirlo, marcan e influyen en la vida de un individuo. Así, por ejemplo, permite comprender todos los posibles tipos de discriminación que sufren las personas como seres multidimensionales (Vallet, 2018, p.30).
Frente a este concepto, es importante señalar que mientras que en Estados Unidos el enfoque de la interseccionalidad ha sido influenciado por el feminismo negro, en América Latina, el uso del concepto no ha adquirido un nivel hegemónico. Para varios movimientos feministas latinoamericanos, el concepto no representa un aporte teórico o metodológico, si no se tienen en cuenta las particularidades socio-históricas de la región, sus contextos específicos y la imbricación de las diferentes formas de opresión presentes en la región (Zapata Galindo, García Peter, Chan de Avila, 2012, p.9).
Por esta razón, las propuestas orientadas a transformar las normas de género, raza y clase deben analizarse a nivel local y desde un enfoque diferencial, reconociendo que las construcciones sociales se configuran en torno a órdenes y contextos específicos. Esta centralidad del contexto es lo que Candance West y Sarah Fenstermaker (1995) denominan doing difference: los escenarios en los cuales adquiere sentido la imbricación entre las categorías de raza, clase y género. En consecuencia, la definición del concepto de interseccionalidad debe comprenderse en su dimensión histórica y política (Viveros Vigoya, 2015, pp. 39–54). Bajo esta perspectiva, resulta pertinente situar la aplicación de este enfoque en la política exterior colombiana siguiendo la propuesta de Joan Scott, para quien el análisis de género debe estructurarse a partir de contextos específicos (Scott, 2010, pp. 7–14). Solo así es posible consolidar una política capaz de responder efectivamente a las realidades y necesidades locales.
Asimismo, Salcedo López (2025) enfatiza que una PEF verdaderamente transformadora exige reconocer las desigualdades múltiples e incorporar las voces de mujeres racializadas, empobrecidas y disidentes sexuales, para así desmontar los patrones patriarcales, heterosexistas y coloniales que han dominado históricamente la diplomacia internacional.
Sin embargo, persisten retos significativos para asegurar la continuidad y materialización de la PEF. ¿Cómo garantizar que esta política no quede reducida a un discurso momentáneo o a la voluntad de un gobierno específico? El panorama internacional donde movimientos conservadores y antiderechos de mujeres están tomando fuerza, la reducción de recursos orientados a políticas de género y como ejemplo la reversión de la PEF en Suecia, demuestran la fragilidad de estas iniciativas cuando no se institucionalizan suficientemente.
En el caso colombiano, los desafíos incluyen asegurar sostenibilidad presupuestal, fortalecer las capacidades de misiones diplomáticas, coordinar interinstitucionalmente y crear mecanismos de seguimiento y evaluación permanentes, como señala Salcedo López (2025). Además, será crucial enfrentar resistencias internas, y preservar la participación efectiva de las organizaciones de mujeres para impedir retrocesos. En síntesis, aunque los avances son notables, la pregunta clave sigue abierta: ¿será capaz Colombia de consolidar una política exterior feminista duradera, coherente y estructural más allá del gobierno actual?
En este punto, resulta necesario transitar del plano conceptual y normativo al examen de los instrumentos operativos que condicionan la capacidad del Estado para implementar una Política Exterior Feminista de manera efectiva y sostenida. La pregunta sobre la durabilidad de la PEF no puede abordarse sin tener en cuenta los mecanismos técnicos que estructuran la gestión de la cooperación internacional, particularmente aquellos que determinan la asignación de recursos, los criterios de elegibilidad de los proyectos y los sistemas de monitoreo y evaluación asociados. La arquitectura operativa de la cooperación y los estándares internacionales como los definidos por el CAD de la OCDE, inciden directamente en la posibilidad de traducir los principios feministas en acciones concertadas y medibles. En este sentido, adquiere importancia el análisis del Marcador de Igualdad de Género (GEM) y de la cooperación descentralizada, dado que ambos constituyen herramientas estratégicas para fortalecer la capacidad de agencia de los países receptores y para evaluar la coherencia entre los compromisos declarados y las prácticas efectivas de la cooperación internacional.